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Burbuja endeble

A partir del 15 de abril, será requisito para los estudiantes de la Universidad de Montemorelos portar su credencial para acceder a las instalaciones. La medida obedece al clamor generalizado de la misma comunidad interna, que rodeada por un terreno que ya no sacia su necesidad de seguridad y hermetismo, asume un posición más excluyente respecto a la sociedad externa.

La decisión, tardía para muchos y asumida con discreción por la generalidad de los estudiantes, no pretende paliar de lleno la creciente atmósfera de inseguridad dentro del plantel, ya que los visitantes inesperados no son los únicos responsables de los "incidentes" sufridos dentro de la burbuja universitaria, y embargo, ahora portan el papel de extraños inmigrantes sin una justificación para ingresar más precisa que la portación de una tarjeta.

A pesar de tan cotidiana medida de restricción, la sensación endeble de protección no tarda en devenir en la petición de mayores y mejores equipos de seguridad, ante el inevitable enfrentamiento entre los invisibles muros de la universidad y la corrosiva ola de violencia que sin tocar puertas se introdujo súbitamente en poco más que nuestras cercanías, manifestándose en forma de sonoras patrullas, interminables derrapes de camionetas y ráfagas de detonaciones nocturnas.

¿Estamos preparados para una crisis de seguridad? Los observadores más inquietos de reojo contemplan el raquítico equipamiento y las lúgubres locaciones en donde las casetas dispuestas para vigilancia fueron establecidas en otros tiempos tan lejanos a nuestro inquietante presente.

Si bien las necesidades de la sociedad actual nos estimulan y presionan a mantenernos a la vanguardia en tecnología, métodos pedagógicos y proposición de solución a problemas de pertinencia, parece irrefutable la falta de atención al sector de seguridad que por sus características encaja correctamente dentro de ese proceso evolutivo, rama en la que en comparación con otras instituciones educativas, nos hemos rezagado hasta tener lo que vemos ahora: un pequeño nicho con un escritorio roto, algunos conos para dirección de tránsito, un chaleco naranja en casos y alguna que otra silla atrofiada. Eso es lo que tenemos, no podemos pedir demasiado.

La filosofía pacífica que predicamos ha decaído en una auto-exclusión de la realidad que nuestro país vive, en aras de la presunta persecución de metas más acordes a una cosmovisión elitista impuesta, en la que “el que nada debe nada teme” y que por tanto no necesita mayor protección que la que se otorga metafísicamente.

La pérdida de sensibilidad ante asuntos de incomodidad injustificada “borra” el hecho de que nuestra universidad necesita una reestructuración integral en términos de seguridad, sin que esta modificación represente una “militarización” del plantel, idea concebida en la observación de la inepta acción gubernamental de pretensiones tan turbias como inservibles.

El rodeo a nuestra implicación en la consecución de -curiosamente- nuestra propia seguridad, nos vuelve mártires sin epifanía, absueltos por default e indiferentes a la cara más penosa de nuestra sociedad, pero no por ello ficticia. A pesar de todo más nos agrada unirnos a la masa socialmente apática, dado que “no puede el mundo ser mi hogar”, aunque mañana no podamos negarnos a nuestro trabajo, clases y reuniones sociales.

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