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Un cambio

Es obvio que entre más dormida y sedada sea la consciencia colectiva de una sociedad, más fácil será gobernarla y pastorearla hacia los fines que el poder en cuestión decida conveniente, por consecuencia, las sociedades más informadas y despiertas son el terror de los dictadores y autócratas.

Esperamos que haya sido en aras de la tranquilidad y la sana formación de la juventud cristiana (y no tanto) que muchas de las normas y reglamentaciones se tornaran incuestionables, por más irrisoria que fuera la base por la cual fueran establecidas como tal, sin embargo, ni siquiera una bien intencionada preservación de nuestro código de conducta salva la gravedad de impedir el diálogo y sobre todo, la reestructuración de un reglamento que desde hace tiempo pide a gritos silenciosos un chequeo, pero lo más importante todavía, una actitud de honestidad y congruencia por parte de aquellos encargados de hacerlo cumplir.

Es inocultable que muchas de las actitudes inapelables del sistema universitario, por lo general se basan en arcaísmos, soberbia y hasta miedo, un miedo a mostrar signos de fragilidad dentro de una estructura supuestamente hermética e infalible; es el miedo a enfrentarse al presente y buscar alternativas educativas y reglamentarias diferentes a las internamente aceptadas y con las cuales nuestros administradores fueron educados, hace ya algunos añitos.

Es normal que en el pensar de un empleado, el sistema de reglas actual es el ideal, pues en su tiempo lo fue y al parecer, funcionó de maravilla, pues ha hecho de ese/a muchacho/a una persona al servicio de la obra del Señor. Desgraciadamente, nuestro sistema educativo no se ha caracterizado por estar a la vanguardia de los cambios de nuestra sociedad y los relevos generacionales que implican un cambio en la mentalidad del individuo, al punto de satanizar a las nuevas perspectivas.

Se nos ha enseñado a obedecer sin cuestionar, decidir sin replantear y actuar sin objetar, siempre siguiendo la línea que generacionalmente nunca cambia, a pesar de que hay abismales diferencias entre el contexto sociocultural e intelectual de nuestros bisabuelos y el nuestro, sin embargo la línea sigue ahí, esperando por ser recorrida por enésima vez. Y de esta forma seguimos inmersos en un sistema de normas obsoleto y a la vez inamovible, lo cual en pleno Siglo XXI da muestras de un retroceso en la calidad de la formación no sólo de profesionales sino de jóvenes.

Se tiene la idea errónea de que cambiar y buscar alternativas en el sistema, más acordes a la actualidad es ir en contra de los ideales perseguidos por nuestros pioneros en educación, y más aun, en los preceptos dejados por Jesús mismo. Tenemos miedo a enfrentarnos al presente porque toda la vida nos enseñaron a mirar al mundo desde una perspectiva hermética, unilateral y hasta intolerante, y el replantear estos valores se nos hace imposible, ya que nunca nos dijeron como cuestionar nuestras propias políticas y creencias, y tenemos temor de fracasar y caer de la gracia de Dios si damos un "paso en falso", como se le denomina dentro de los prejuicios internos a la creación de medidas alternativas, satanizadas y repelidas a la menor provocación.

Siempre es más cómodo rehusarse al cambio cuando se tiene una perspectiva positiva del camino que transitamos, sin embargo ¿que sucede cuando en el afán de seguir el mismo camino, ignoramos las deficiencias del mismo terminando engañándonos a nosotros mismos? Es por todos sabido que lo desconocido nos da temor y nos provoca actitudes irracionales y extrapoladas cuando somos empujados a enfrentar nuevas experiencias y actitudes que no aceptamos a la primera.

Pero el cambio no es malo si está bien encausado, no se trata de abolir las leyes sino de reformarlas, para bien no sólo del alumnado sino de la burbuja en general, pues un reglamento formado dentro de un marco democrático, donde la voz del estudiante sea escuchada tanto como la de un administrador, forma profesionales más comprometidos con su entorno y empleados más responsables. No olvidemos que no estamos en un feudo, sino en una universidad (sí… una universidad) que pregona una visión emprendedora con pasión para el servicio; no pedimos más que eso, un servicio honesto y congruente, no una dictadura bananera.

(Fragmento)

Es imposible no percibir esa sensación de altruismo basada en la publicidad desgarradora que nos bombardea cada víspera de diciembre, ya sea mientras pagamos el súper, retiramos dinero de un cajero automático o simplemente nos embobamos con la telenovela de las 9. Y es que el TELETÓN, TELETÓN eres tú, tú tú.

Contemplar los rostros de aquellos niños a los que la desgracia los ha marcado desde el nacimiento sin duda que es doloroso, más todavía cuando nos regalan la más esperanzadora de las sonrisas, mientras millones de individuos sanos se azotan contra el piso por caprichos y nimiedades. Más que conmovedor, es aleccionador.

Es obvio que como seres humanos nuestra respuesta sea como mínimo empática hacia situaciones como las presentadas por las campañas de responsabilidad social, es normal, es natural, y nos alienta a aportar nuestro granito de arena para el bien de la sociedad, el cual debe ser aportado monetariamente y sin recelo al mayor número causas de beneficencia posibles; toda conducta indiferente ante las problemáticas sociales difundidas en los medios sólo podría representar la decadencia de una sociedad enfocada en el cuidado exclusivo del yo ¿o no?

¿Qué tan fuerte es nuestro deseo de ayudar cuando lo contrastamos con las facilidades inmensas que se nos presentan para donar? Todo al alcance de un botón aligera en sobremanera la fuerte responsabilidad de ser buenos ciudadanos, llegando a desvalorizar el verdadero sentido de la solidaridad, cómo si al presionar un botón todas nuestras culpas y sentimientos de compromiso social fueran lavados por arte de magia, porque hemos aportado ya y eso nos vuelve ciudadanos modelos, ¿realmente es así? ¿podemos hacer lo mismo por el niño que parado encima de su compañero de similar edad hace malabares con dos limones mientras el calor del día quema su rostro pintarrajeado?

El niño del semáforo también tiene sufre y malvive cómo los niños que vemos en televisión, pero los medios han priorizado a sus pequeños por encima de los que vemos en las calles y las esquinas, cómo si sólo donando para sus publicitadas causas podremos hacer una diferencia real, verdadera, e incluso se desprestigia a los primeros, alegando mafias infantiles y delincuencia, creando un sentimiento de recelo y desconfianza hacia estos, cómo si necesitaran más marginación.

No pretendo minimizar el sufrimiento de los beneficiados por diversas campañas altruistas, sino tratar de otorgar un mayor equilibrio a un panorama que luce desbalanceado a favor de las todopoderosas campañas mediáticas, las cuales no pueden permitir que sus intereses, crecientes año con año, se vean afectados por la apatía y la situaciones económica cada vez más fregada, para lo cual la manipulación del dolor siempre será un recurso eficiente para llegar a las masas, tocarlas y elevar en ellas el espíritu humano del ¡sí se puede!, espíritu alimentado en la pura emotividad, pasajera, vacía y complaciente, espíritu que se desvanece con el sol del día siguiente (si es que llega hasta entonces).

¿Acaso tenemos que esperar cada año para sentir que aportamos en algo?

¿Qué tan engañosa puede ser nuestra sensación de compromiso social?

¿Nuestra forma de ayudar sólo se reduce a cuestiones monetarias?

¿Cuál es el verdadero significado de ayudar?

¿Sólo los necesitados de la tele merecen nuestra atención?

Tal vez sería bueno hacerse algunas cuestiones al respecto, porque a fin de cuentas, el TELETÓN, TELETÓN eres tú, tú, tú… y hasta yo también.

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